Mi problema con la Ley Antidiscriminación

En estos días se hizo público que un concejal de Marsella, Risaralda, Fernando Delgado, fue declarado culpable de discriminación, y podría pagar entre 12 y 36 meses de prisión, en virtud de la ley 1482 de 2011, comúnmente llamada Ley Antidiscriminación. ¿Cuál fue su crimen? Bien, el político hizo en 2012 la siguiente declaración en una sesión de cabildo: “Siendo sinceros, grupos difíciles de manejar como las negritudes, los desplazados y los indígenas son un cáncer que tienen los gobiernos nacional y mundiales”.

Esto fue visto por la mayoría como un castigo ejemplar. Creo que todos estamos de acuerdo en que las declaraciones de Delgado fueron desagradables y racistas. Yo podría estar de acuerdo en que fuera multado por ello. Pero, ¿realmente tales declaraciones merecen la cárcel? No puedo estar más incómodo con la sentencia que le espera.

He sido enfático antes al decir que creo, en ocasiones, que ninguna libertad es absoluta (tus libertades terminan donde empiezan los derechos de los otros, podría decirse), y que me parece que la libertad de expresión debería ser regulada. ¿Quién quiere escuchar palabras racistas, homofóbicas e intolerantes por parte de nuestros dirigentes y representantes?

Sin embargo, soy también una persona pragmática, y sé que es una idea impráctica por una razón: ¿dónde se demarcaría el límite? Es decir, ¿quién decide cuándo debe permitirse un discurso, y cuándo es un acto de discriminación que debe suprimir? ¿Los conservadores? ¿La iglesia? Si así fueran las cosas, centenares de páginas y blogs escépticos y críticos tendrían que ser cerrados, por contener ideas que a la gente no le gustan. Un montón de personas en las redes sociales tendrían que ser enjuiciadas por las cosas que comparten. Yo no podría mantener activo este blog.

Imaginen el montón de cosas que ocurrirían. Comunidades negras ofendiéndose por personas que dicen “trabajar como negros”, o con un amante que llama “mi negrita” a su pareja; religiosos exigiendo que se demande a Rodolfo Llinás por insinuar que su Dios no es más que una idea; ateos que enviarían a juicio a un sacerdote por declarar en el púlpito que no hay salvación sin conocer a Jesucristo (lo sé, es un ejemplo ridículo, pero puestos a pensar, tontos hay en cualquier ideología); mamertos que quieran ver en prisión a cualquier periodista que critique sus posturas de izquierda… Centenares de demandas idiotas basadas en tonterías.

Pensar de forma diferente no es un delito. Expresarlo a viva voz tampoco debería serlo. Hay una gran diferencia entre decir que un joven negro es un cáncer para la sociedad y el impedir a dicho joven el ingreso a una universidad. Hay una diferencia abismal entre decir que los homosexuales no deben adoptar, y darles una paliza en la calle. Hay una gigantesca diferencia entre un pastor que llama inmorales a los ateos, y un ejecutivo que le niega el trabajo a alguien con base en su creencia religiosa (o la ausencia de la misma). Unos son palabras, los otros son actos. El primero es discurso de odio, sí, pero no es discriminación como tal; no al menos en un sentido activo. El segundo es un acto de discriminación, tan reprochable como el primero, pero muchísimo peor. El segundo merece una sanción legal. El primero no.

Y a eso se resume todo. No estoy de acuerdo con los que ven la sentencia a Delgado como un castigo ejemplar. No lo es. Es una muestra de lo mucho que nos falta madurar como sociedad para poder discernir entre lo que es verdaderamente censurable: actos, no palabras. Como siempre, mi invitación es a que se tomen un tiempo para reflexionar acerca de este asunto.

P.D.: Hace unos días murió el famoso comediante Chespirito. Aunque me gustaron mucho sus programas, no puedo olvidar que como persona, sus ideas y posturas fueron sumamente reprochables.  No obstante, decir que El Chavo era un programa que incitaba a la violencia infantil, como hoy afirman muchos de sus críticos, es cosa de mensos.

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